En 2009 yo tenía trece años y era alumna de primero de secundaria en el colegio. Recuerdo la sensación de ponerme el uniforme por las mañanas, pero sobre todo la de quitármelo al volver a casa: el alivio que sentía en las piernas al desenrollar las calcetas largas, la libertad de quitarme el chaleco y la blusa y ponerme una playera holgada para pasar la tarde.
Me gustaba mucho ser estudiante de secundaria. Disfrutaba tomar apuntes, platicar con la compañera que se sentaba en el pupitre de enfrente, levantar la mano, escribir respuestas en los exámenes, caminar hacia mi casa desde el colegio con la mochila en hombros. Me encantaba dibujar las portadas del mes y que mi libreta estuviera limpia, ordenada y bonita.
Fui una buena estudiante, en parte porque mi mamá tiene vocación docente y me enseñó a amar el estudio. Para mí era un placer repasar materias después de clase. También leía mucho en mi tiempo libre, sobre todo novelas y cuentos. Solía llevar libros al colegio; entre clases, cuando no había nada que hacer, sacaba uno y me ponía a hojearlo.
Un día estaba leyendo en mi cuarto y mi mamá entró para abrazarme y me dijo: “Lee mucho ahorita que puedes, porque luego no vas a tener tiempo” y me espanté. Se refería a que la adultez me iba a alcanzar, que empezaría a trabajar, tendría una familia y sería más difícil cultivar este amor por la escuela y los libros. Creo que mi reacción a esa advertencia, incluso a los trece años, era una señal de que no podría dejar de estudiar; que sí trabajaría, pero leyendo y enseñando.
Aunque no he dejado de leer, ahora me doy cuenta de que mis mejores años lectores los pasé en la secundaria. Que la vida sí te alcanza, pero de manera distinta. Para mí es imposible replicar la inocencia, la despreocupación y la curiosidad con la que leí en la secundaria. Estoy convencida de que en esta edad es cuando más podemos perdernos en una novela. Si tenemos suerte y somos niñas felices, como yo lo fui, la realidad no nos exige nada: tenemos seguridad, techo, comida, calor y amor. Leemos con tanta tranquilidad como si estuviéramos en una burbuja perfecta. Por eso es tan fácil abstraernos del mundo real y explorar otros.
Sueño mucho con el patio del colegio. También sueño con los pasillos tapizados con mosaico rojo; los jardines; el olor a césped recién cortado; el sonido del balón de voleibol que retumbaba en el techo; la escultura de piedra de la Virgen, a cuyos pies dejábamos rosas el día doce. Pero, sin falta, el patio regresa con insospechada fuerza a mis sueños, y no hay un alma en él.
Pienso que sueño con el patio porque en mis años de secundaria había pocos niños en el colegio. Éramos casi puras niñas. Esto quiere decir que el patio siempre estaba vacío: no había nadie jugando fútbol, empujándose ni corriendo sobre él. El patio era un mundo silencioso y pacífico que pisábamos sólo cuando salíamos del salón para ir al baño o durante la clase de deportes. Permanecía vacío incluso durante los recreos, porque los pasábamos en los pasillos. Allí nos sentábamos con las piernas cruzadas y abríamos el aluminio de nuestro lonche con mayonesa. Estábamos como adormecidas por la plática con las amigas y sus bostezos. Y quietas, siempre quietas, pasábamos treinta minutos de sopor colectivo antes de volver a clase.
No pensábamos que el patio estuviera allí para que lo pisáramos, para usarlo. Quizá eso es lo único malo que recuerdo de mi experiencia en la secundaria. Me arrepiento de haber permanecido tan quieta. Quisiera que niñas y niños tuviéramos ambas cosas: la sensibilidad por la lectura y la energía para conocer el mundo con nuestro cuerpo.
Cuando sueño con el patio, me siento postrada frente a un ancho mar negro, infinito. Las olas suben y bajan. Su sosiego me invita y leo en él la promesa de una travesía estrellada, si es que algún día quisiera emprenderla. Veo el patio con la inmensidad de mis trece años, es decir, con los ojos encandilados de una niña en un mundo que se abre con velocidad vertiginosa. Y pienso.
Azucena Garza
(Monterrey 1995) Estudió Relaciones Internacionales en El Colegio de México. Se tituló con la tesis "Ciudad cuenta cuentos: discurso y vida cotidiana de una colonia obrera en Nuevo León (1957-2020)". Desde 2020 dirige el proyecto literario Desvelo (www.desvelo.mx). Fue editora de la Revista de la Universidad de México. Comenzará a estudiar un doctorado en Lenguas Romances y Literaturas en la Universidad de Chicago.
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